Salí del dentista buscando una farmacia para comprar el antibiótico cuando me encontré a Juanse en la esquina. En realidad, él me encontró a mí. Me preguntó dónde quedaba la calle Ávalos. Sabía que estábamos cerca, tal vez dos, tres o cuatro cuadras. "¿Sos Juanse?", le respondí. "Sí", contestó. "Te hacía más alto", agregué. Puso cara de orto y me pidió que lo acompañara hasta una casa de la calle Ávalos porque iba a comprar tres carpas tipo iglú. Me pareció raro que fuese a comprar carpas a una casa, pero me contó que las había visto por Mercado Libre. Al otro día se iba a un campamento en el cerro Uritorco. Su historia me pareció creíble.
Llegamos hasta la puerta de un PH que se venía abajo. No había timbre. Golpeamos la puerta de chapa despintada, una vez cada uno. Cuando Juanse iba a golpear por tercera vez apareció Alberto, el vendedor de carpas iglú. A él no le sorprendió que Juanse golpeara a su puerta. Probablemente ni siquiera supiese quién era. "Compré tres carpas" y "pasen", fue el escueto intercambio de palabras entre ambos.
Alberto tenía papas fritas entre la barba y ojeras que llegaban hasta el piso. Arrastrando las ojotas, nos condujo hasta el final de un largo pasillo lleno de hojas secas y bolsas de basura acumuladas contra las paredes. "Son éstas", dijo después abrir una puerta de chapa más desvencijada que la de la entrada. Las carpas estaban apiladas una sobre otra. Juanse abrió el bolso donde estaban guardadas y las revisó. "Están usadas. En el anuncio dijiste que eran nuevas", se quejó. Alberto le dijo que estaban "casi" nuevas y que las había usado sólo una vez. Juanse bufó y se sacó los lentes oscuros: "Haceme un descuento del 10 por las tres". Alberto aceptó el trato. Sellaron el pacto con un apretón de manos. Juanse sacó del bolsillo catorce billetes de $100, pero Alberto lo frenó en seco: "No, no, no. Billetes de Evita no. Esos no van más, flaco". Estuvieron unos diez minutos que sí, que no. No hubo caso. Alberto no quería agarrar los billetes de Evita y se cayó la operación.
Con Juanse nos fuimos por donde vinimos: "A este pelotudo lo voy a calificar con un negativo". Nos despedimos con un abrazo. Mi dolor de muelas derivó en un tratamiento de conducto en la pieza 17.
Oído Sordo
Pages
04 febrero 2016
22 agosto 2015
Evo, el surfer boliviano
Ese fue un enero atípico en Bolivia. Los
memoriosos recordarán que todo comenzó con el tema del hielo. Durante los
primeros días de 2016 resultaba imposible caminar dos pasos sin caerse de
trompa al suelo. Los hospitales de Bolivia estuvieron repletos con miles de
bolivianos magullados por las caídas: lesiones en la cara, en los brazos, en
las piernas, en las manos y en la cara.
El hielo no discriminaba entre tierra,
piedra, asfalto, concreto o baldosa. El congelamiento sólo afectó al piso ya
que ni las paredes, ni los techos, ni siquiera las cañerías sufrieron del enfriamiento
repentino. Tampoco los vehículos o los animales se vieron afectados. Por eso, moverse
en auto, moto, bus mula o caballo no representó ningún riesgo durante esos días.
Con el correr de los días aparecieron los
oportunistas de turno que llegaron a Bolivia con valijas repletas de todo tipo
de calzado anti deslizante. Dinero arrojado a la basura. No había caso ya que igual
se terminaba de boca al piso. Los que tampoco tardaron en aparecer fueron los
expertos queriendo explicar lo que no se podía explicar. Unos gringos
canadienses llegaron a La Paz
diciendo que hacía dos siglos atrás se había registrado un fenómeno similar
allá. Sus explicaciones duraron poco ya que al pisar suelo boliviano ellos
también se fueron de trompa al piso.
Así fue como el suelo resbaloso se convirtió
en una cuestión de Estado. La primera recomendación de Evo Morales fue decir
que no había que salir a la calle y mantener la calma. La idea del presidente
era reducir los accidentes, pero su propuesta no tuvo buena recepción porque
los bolivianos querían ir de un lado a otro como todos los días.
Este paso en falso de Evo era la
oportunidad que los santacruceños estaban esperando para pegarle al presidente
boliviano. Los medios de comunicación comenzaron a bombardear con la idea de
que Morales no sabía responder ante una situación inesperada y pidieron su
renuncia inmediata.
Las autoridades bolivianas debieron actuar
rápido para que el asunto no se les vaya de las manos porque se dieron cuenta
que el malestar de los bolivianos se hizo presente en las encuestas. En apenas
cinco días Evo Morales pasó de un 68% de aprobación de su gestión a un
pobrísimo 32%.
Para contrarrestar estos números, al equipo
del presidente de Bolivia se le ocurrió llevar a Evo hasta Pisiga, un pequeño
pueblo cerca del paso internacional con Chile. La jugada era arriesgada: el
presidente podía caer de boca al suelo y convertirse en el hazme reír de todo
el mundo. Pero la empresa de la mesa chica del Palacio Quemado era reavivar la
polémica con el país vecino para correr del eje la agenda mediática.
Evo aceptó el desafío y no aceptó los trucos
que su equipo le proponía. El presidente dio pautas concretas: llegar a Pisiga,
caminar unos 20 metros
y sacarse una foto que inmortalice el momento. El presidente arribó el mediodía del 8 de
enero de 2016 junto a un séquito de periodistas, camarógrafos y fotógrafos.
El
mandatario se bajó de una camioneta y a paso firme caminó unos metros sin
caerse al piso. El operativo era todo un éxito. Con una sonrisa de oreja Evo
levantó su pie izquierdo y, ante las cámaras, lo dejó caer con fuerza contra el
suelo. El asfalto tembló y la tierra se abrió en dos. En pocos segundos el agua
comenzó a emerger y en cuestión de minutos la Pachamama le dio a
Bolivia su soberana salida al mar, algo que venía reclamando desde hacía años.
Todo
lo que vino después es historia conocida. Apenas un par de días más tarde Evo remontó
una ola a bordo de una tabla y dio por inaugurado el primer campeonato nacional
de surf de Bolivia.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)