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04 febrero 2016

El campamento de Juanse

Salí del dentista buscando una farmacia para comprar el antibiótico cuando me encontré a Juanse en la esquina. En realidad, él me encontró a mí. Me preguntó dónde quedaba la calle Ávalos. Sabía que estábamos cerca, tal vez dos, tres o cuatro cuadras. "¿Sos Juanse?", le respondí. "Sí", contestó. "Te hacía más alto", agregué. Puso cara de orto y me pidió que lo acompañara hasta una casa de la calle Ávalos porque iba a comprar tres carpas tipo iglú. Me pareció raro que fuese a comprar carpas a una casa, pero me contó que las había visto por Mercado Libre. Al otro día se iba a un campamento en el cerro Uritorco. Su historia me pareció creíble.

Llegamos hasta la puerta de un PH que se venía abajo. No había timbre. Golpeamos la puerta de chapa despintada, una vez cada uno. Cuando Juanse iba a golpear por tercera vez apareció Alberto, el vendedor de carpas iglú. A él no le sorprendió que Juanse golpeara a su puerta. Probablemente ni siquiera supiese quién era. "Compré tres carpas" y "pasen", fue el escueto intercambio de palabras entre ambos.

Alberto tenía papas fritas entre la barba y ojeras que llegaban hasta el piso. Arrastrando las ojotas, nos condujo hasta el final de un largo pasillo lleno de hojas secas y bolsas de basura acumuladas contra las paredes. "Son éstas", dijo después abrir una puerta de chapa más desvencijada que la de la entrada. Las carpas estaban apiladas una sobre otra. Juanse abrió el bolso donde estaban guardadas y las revisó. "Están usadas. En el anuncio dijiste que eran nuevas", se quejó. Alberto le dijo que estaban "casi" nuevas y que las había usado sólo una vez. Juanse bufó y se sacó los lentes oscuros: "Haceme un descuento del 10 por las tres". Alberto aceptó el trato. Sellaron el pacto con un apretón de manos. Juanse sacó del bolsillo catorce billetes de $100, pero Alberto lo frenó en seco: "No, no, no. Billetes de Evita no. Esos no van más, flaco". Estuvieron unos diez minutos que sí, que no. No hubo caso. Alberto no quería agarrar los billetes de Evita y se cayó la operación.

Con Juanse nos fuimos por donde vinimos: "A este pelotudo lo voy a calificar con un negativo". Nos despedimos con un abrazo. Mi dolor de muelas derivó en un tratamiento de conducto en la pieza 17.

22 agosto 2015

Evo, el surfer boliviano

Ese fue un enero atípico en Bolivia. Los memoriosos recordarán que todo comenzó con el tema del hielo. Durante los primeros días de 2016 resultaba imposible caminar dos pasos sin caerse de trompa al suelo. Los hospitales de Bolivia estuvieron repletos con miles de bolivianos magullados por las caídas: lesiones en la cara, en los brazos, en las piernas, en las manos y en la cara.

El hielo no discriminaba entre tierra, piedra, asfalto, concreto o baldosa. El congelamiento sólo afectó al piso ya que ni las paredes, ni los techos, ni siquiera las cañerías sufrieron del enfriamiento repentino. Tampoco los vehículos o los animales se vieron afectados. Por eso, moverse en auto, moto, bus mula o caballo no representó ningún riesgo durante esos días.

Con el correr de los días aparecieron los oportunistas de turno que llegaron a Bolivia con valijas repletas de todo tipo de calzado anti deslizante. Dinero arrojado a la basura. No había caso ya que igual se terminaba de boca al piso. Los que tampoco tardaron en aparecer fueron los expertos queriendo explicar lo que no se podía explicar. Unos gringos canadienses llegaron a La Paz diciendo que hacía dos siglos atrás se había registrado un fenómeno similar allá. Sus explicaciones duraron poco ya que al pisar suelo boliviano ellos también se fueron de trompa al piso.

Así fue como el suelo resbaloso se convirtió en una cuestión de Estado. La primera recomendación de Evo Morales fue decir que no había que salir a la calle y mantener la calma. La idea del presidente era reducir los accidentes, pero su propuesta no tuvo buena recepción porque los bolivianos querían ir de un lado a otro como todos los días.

Este paso en falso de Evo era la oportunidad que los santacruceños estaban esperando para pegarle al presidente boliviano. Los medios de comunicación comenzaron a bombardear con la idea de que Morales no sabía responder ante una situación inesperada y pidieron su renuncia inmediata.

Las autoridades bolivianas debieron actuar rápido para que el asunto no se les vaya de las manos porque se dieron cuenta que el malestar de los bolivianos se hizo presente en las encuestas. En apenas cinco días Evo Morales pasó de un 68% de aprobación de su gestión a un pobrísimo 32%.

Para contrarrestar estos números, al equipo del presidente de Bolivia se le ocurrió llevar a Evo hasta Pisiga, un pequeño pueblo cerca del paso internacional con Chile. La jugada era arriesgada: el presidente podía caer de boca al suelo y convertirse en el hazme reír de todo el mundo. Pero la empresa de la mesa chica del Palacio Quemado era reavivar la polémica con el país vecino para correr del eje la agenda mediática.  

Evo aceptó el desafío y no aceptó los trucos que su equipo le proponía. El presidente dio pautas concretas: llegar a Pisiga, caminar unos 20 metros y sacarse una foto que inmortalice el momento. El presidente arribó el mediodía del 8 de enero de 2016 junto a un séquito de periodistas, camarógrafos y fotógrafos. 

El mandatario se bajó de una camioneta y a paso firme caminó unos metros sin caerse al piso. El operativo era todo un éxito. Con una sonrisa de oreja Evo levantó su pie izquierdo y, ante las cámaras, lo dejó caer con fuerza contra el suelo. El asfalto tembló y la tierra se abrió en dos. En pocos segundos el agua comenzó a emerger y en cuestión de minutos la Pachamama le dio a Bolivia su soberana salida al mar, algo que venía reclamando desde hacía años. 

Todo lo que vino después es historia conocida. Apenas un par de días más tarde Evo remontó una ola a bordo de una tabla y dio por inaugurado el primer campeonato nacional de surf de Bolivia.