De repente
se hizo de noche y enseguida se cayó el cielo. Agua por todos lados, por arriba,
por los costados e incluso desde abajo (los charcos no tardaron en formarse). El
techo de un puesto de diarios cerrado sirvió de refugio para aquel desprevenido
que no tuviese un paraguas en su poder.
Un
motoquero subió a la vereda y estacionó su vehículo, se quitó el casco y revisó
si lo que llevaba en el morral se había mojado. “Se largó”, dijo cerciorándose
que la encomienda estaba a salvo. “Sí, llueve bastante fuerte”, acoté cual meteorólogo
de turno en vivo por televisión. A los dos minutos se sumó un señor de unos 60
años que con, paraguas en mano, se guareció a esperar que el semáforo de Echeverría
cambiara a rojo para cruzar.
“Ya nos
parecemos a Río de Janeiro, llueve cada dos por tres”, dijo el hombre, sumándose
a la teoría de que Buenos Aires está más tropical que nunca. “Sólo faltan la
playa y las garotas”, apunté en busca de un gesto de complicidad por parte de
los acompañantes del refugio. “Las garotas, la playa y el buen humor de la
gente”, agregó el sexagenario antes de despedirse y desearnos suerte a los dos
que nos quedamos bajo el amable techo.
Desde Vuelta de Obligado se escuchó como una mujer se quejaba de la lluvia. Volvía de buscar a su hija de la escuela. Ambas se acomodaron debajo del peusto de diarios y la mujer espetó: “la puta madre me mojé toda”. La niña, de unos 8 años, se le quedó mirando. “Encima no dejan salir a los chicos y los padres tenemos que empaparnos todo”, agregó la madre. La lluvia no afloja y el agua ya llegó al cordón de la vereda. “Dale, vamos que hay vino tu padre con el auto”, apuró a la nena la mujer empapada.