Dos señoras, muy aseñoradas vuelven de una reunión de chicas. Es miércoles por la noche y el frío invernal no es impedimento para que ellas se tomen el 93 en el regreso. Los primeros comentarios del viaje son sobre una dama ausente. Pero rápidamente cambian de tema y se ponen al día con la realidad de su país. Esa que a veces les muestra la cálida y catódica pantalla de televisión.
— ¿Cuándo es el próximo cacerolazo?
— ¿Va a haber otro cacerolazo? No sabía nada.
— ¿Cómo que no? ¿En qué país vivís, querida? Creo que es mañana (por hoy) a las 18.
— Bien, nos podemos juntar en Santa Fe y Callao, ¿no?
— Sí. Dicen que esta vez vamos a marchar a la Plaza.
— Me parece bien, ya estamos cansados de la inseguridad y de todo lo demás.
— Hablamos mañana, entonces. Me tengo que bajar acá.
La señora se paró, se acomodó el tapado de piel, se puso un par de guates blancos, saludó a su amiga con un beso en la mejilla y tocó el timbre. Descendió de la unidad en la avenida Las Heras, una parada antes del parque. La amiga se bajó en la siguiente.