Pages

05 marzo 2013

Sin banderas

Iván se sirve otro vaso de whisky. Es el segundo de la noche. Mira el cielo despejado de Punta del Diablo y se fascina con la luna llena. La luna es una de sus debilidades. Cazuza es otra. Conoció su música cuando vivió en Brasil. Iván sabe de qué se trata eso de vivir lejos de su país. En los ochenta se escapó hacia Argentina de la dictadura uruguaya: “La cosa acá estuvo brava porque era todo muy chico —toma un trago de whisky—. Si caías en Artigas y decías que venías de Montevideo ya eras sospechoso”. 

Llegó a Buenos Aires en marzo del ‘82. Ni bien puso un pie en Retiro Iván vio a una muchedumbre que quería tirar abajo la Torre de los ingleses. Tiempos agitados. Vivió en San Telmo, en el Abasto y en Monte Grande. Trabajó en una pizzería del Microcentro, pero lo suyo no eran las masas con salsa de tomate y queso, sino el maquillaje y la puesta en escena para murgas. Como docente en ese arte viajó por varios países de Europa. Berlín y Barcelona le encantaron. En 2008 vivió varios meses al sur de Italia. Allá enseñaba cómo se hacían las puestas en escenas de las murgas uruguayas. Pero el sueño duró poco. Los recortes en el área de Cultura de Berlusconi le hicieron pegar la vuelta a sus pagos. 

Iván llena el formulario del hippie: es artista, viste remera y pantalón de bambula y luce en su mentón una barba encanecida. También es zurdo y banca a muerte a “Pepe” Mujica. En su biblioteca hay lugares reservados para un par de libros sobre el ex Tupamaro y quien le pregunte por el presidente de Uruguay encontrará en Iván al primer defensor. 

—El tipo va a fondo porque no va por otro mandato —dice y enumera—. ¿El aborto? Agarra y va. ¿La legalización de la marihuana? Agarra y va. Para él no hay especulación política. 

Sobre Tabaré Vázquez Iván no guarda los mejores recuerdos. Sobre todo en cuanto al debate sobre el aborto: “Se lavaba las manos con eso del juramento hipocrático y le dejaba el negocio a las mafias blancas”.

Iván mira la luna llena otra vez. El vaso ya tiene poco de whisky y más de agua.

—Vo’, mirá que luna la de hoy. Igual no se compara con la que se ve en el Polonio.

Iván recuerda cuando en Cabo Polonio los puestos de artesanías no aceptaban Visa o Mastercard y cuando llegar allí era toda una aventura. Hace veinte años cumplió uno de sus sueños y se armó un ranchito allá: “Estoy a 200 metros de cada playa —Iván cierra los ojos y se transporta al lugar—. A la noche escucho como rompe la ola de una playa y luego como rompe la otra”. 

Pero Cabo Polonio no es para cualquiera. Una vez le alquiló su ranchito a un porteño y el tipo lo llamó para decirle que no había luz. Iván no dudó. Al inquilino le dijo que le diera las llaves al vecino y que le devolvía la plata: “Ese tipo no entendió nada. No sabía ni a dónde iba”.

Vía Ciudad Pintada