Pages

25 febrero 2015

Cuando un corte de cabello se convierte en anécdota

Nunca me gustó cortarme el pelo: lo detesto con todas las ganas desde que soy un niño. Sentir el filo de las tijeras y el clac clac me eriza la piel, me deja como un gato alerta. Es esa sensación de que me van a sacar algo, me lo van a quitar y ya no voy a ser el mismo después. Desde que entré en la adultez estiro mi visita a la peluquería hasta último momento. Poco me importa que mi cabellera carezca de un peinado definido, pero cuando me empieza a molestar para dormir ya es hora de ir a cortarse el pelo. Y ahí arranca otro disgusto: encontrar al peluquero adecuado que meta una emprolijada y me deje la peluca cómoda.

Pero Oscar quiere ser un buen anfitrión. Recibe a los clientes de Villa Urquiza con un fuerte apretón de manos, una sonrisa de oreja a oreja y una cordial invitación a sentarse en el sillón. Acto seguido, pregunta por el corte en cuestión para luego arrancar con su monólogo.

Oscar está a punto de entrar en acción, pero una señora golpea la puerta. La mujer necesita hacerse un brushing porque esa noche tiene un casamiento. Oscar le dice que no, que él no hace peinados, pero le indica el lugar más próximo donde se lo harán sin problemas.

Ahora sí, Oscar tiene todo listo para actuar sobre mi cabellera. A lo largo de cuarenta minutos su voz y la música de una FM de chamamé ganarán el aire del local.

“Ya no hago brushing. Es mucho trabajo. Eso de estar media hora con el secador y el calor que te da en la cara no vale la pena. ¿Cuánto le puedo cobrar, $100? No vale la pena. Conozco a uno que allá en San Martín cobra $500. Pero si acá cobrás eso te dicen que no lo vale. Pero allá la gente si lo paga. Vos sabés que mi amigo me dice: Oscar, acá la gente paga $600 o $700 por ir a ver a Boca o a River todos los fines de semana, ¿cómo no me van a pagar $500 a mi por un peinado? Vos sabés que el otro día vino un cliente que estuvo en Mar del Plata y me contó que pagó $1.000 por dos pizzas y dos cervezas. No los quería pagar porque le pareció un robo, pero la gente hacía cola para entrar, era una pizzería conocida, de esas que hacen propaganda en la radio. Pero me dijo que la comida no era nada del otro mundo y que se sintió estafado. Por eso no me voy de vacaciones y me guardo esa plata para disfrutarla acá. A mí me gusta irme a tomar el desayuno al Sheraton o al Hilton. Sale caro, pero lo vale. El café del Sheraton es una exquisitez. Una vez fui con una amiga y a ella le pareció caro. Quería decirle al mozo que nos habían cobrado mucho. Mirá, si vas a hacer lío, esperame que me voy, le dije. Lo que pasa es que una vez que ponés un pie ahí adentro ya te están cobrando. Hoy para vivir bien hace falta un sueldo de $200 mil. Acá hay clientes que vienen y ganan eso o más. El otro día vino un señor que tiene mucho dinero y me contaba que quería comprarse una camioneta nueva. Él ya tiene una y otro auto importado con el que a veces viene. Le va muy bien. Cuando saca la mano del bolsillo tiene pesos mezclados con dólares y euros. Trabaja mucho para tener todo lo que tiene. Es un hombre instruido: es abogado y contador. Se dedica al rubro inmobiliario y tiene como 30 departamentos en alquiler y también administra edificios. Él siempre me dice: “Oscar, la inmobiliaria es un negocio sin riegos. No te estresás”. Y tiene razón. Te pagan todos los meses y listo. Un conocido mío se puso a construir departamentos. Se compró un terreno allá en San Martín y se hizo 20 monoambientes. Todos para parejitas jóvenes, sin hijos y sin perros. Es un éxito. Los alquila en $ 3 mil y no pide garantía. Cobra un par de meses por adelantado por si pasa cualquier cosa y listo. Eso sí que es plata segura”.

A Oscar le gusta la plata. No se trata sólo de tener billetes en sus manos: tiene la necesidad de atraer la guita. Las cifras y lo que cuesta cada cosa son su carta de presentación. A Oscar le encanta la guita y no lo oculta, por eso se lo cuenta a todo nuevo cliente que llega a su peluquería.

Suena el celular de Oscar. Es su hijo, que le cancela la visita a la peluquería. Iba a darle una mano. Oscar quiere que conozca el rubro así se larga con su propio local.

“Mi hijo no quiere terminar el secundario ni venir a ayudarme. Siempre le digo que lo importante es el estudio. Porque sino, se va a terminar juntando con una chica a la que tampoco le gusta estudiar. Y eso se le va a convertir en una mochila de piedras”.

Oscar da los últimos tijeretazos a mi nuevo corte de pelo. Me avisa que ya está, que quedó muy bien. En apenas unos segundos termina con la faena. Me pasa el cepillo por el cuello y retira el cubre pelos. Le pago, me despide con un fuerte apretón de manos y me desea un buen fin de semana. En el piso quedan un montón de pelos que ya no me pertenecen. Ahora son de Oscar. Quizás los junte, haga una peluca y se la venda a alguna señora en busca de nuevo look para su próximo casamiento.